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martes, 21 de septiembre de 2010

ΤΑΡΙΦΑ, ταρίφα (tarífa)

TARIFA:  (Del ár. hisp. ta‘rífa, y este del ár. clás. ta‘rīfah, de ta‘rīf, definición).

1. f. Tabla de precios, derechos o cuotas tributarias.
2. f. Precio unitario fijado por las autoridades para los servicios públicos realizados a su cargo.
3. f. Montante que se paga por este mismo servicio.

¡Qué mala leche se me puso ayer al llegar a Atenas!. No… no es que haya estado de vacaciones hasta ayer. Pero entre que las niñas no empezaron el colegio hasta el ocho de septiembre y que yo sabía que tenía esta escapada (y en solitario) de fin de semana a Madrid, hasta hoy no he empezado oficialmente la temporada literaria.

El caso es que venía yo de pasar un fin de semana genial en Madrid donde había estado con amigos de fiesta, con familia también de fiesta, tapeando por el centro e incluso teniendo la oportunidad de ver un Atleti-Barça en un bar (pena de resultado) y recorrerme la calle de Alcalá desde la Puerta de Alcalá hasta Sol por medio de la calle y sin un solo coche (estaba cortada por la Vuelta Ciclista), cuando aterricé todavía tocada por la “morriña” pero con muchas ganas de ver a la familia y reincorporarme a mis rutinas.

Me hubiera gustado encontrarme en el aeropuerto a mi marido, y así hacerme más llevadera la readaptación, pero estaba trabajando y me tuve que coger un taxi.

El conductor parecía la versión helena de “El chico de la Peca”, con unas gafas Rayban de montura de plástico blanca, vaqueros pitillo y camiseta “fashion”. “¿A dónde vamos?”. Le doy la dirección y se aventura, cual Torrente “apatrullando” la ciudad, a toda mecha por Attiki Odos, la autopista que lleva al aeropuerto. Cuando llegamos al peaje se situa en la cola por la que pasan los coches que llevan un dispositivo de pago automático y casi sin poder dar crédito a mis ojos, veo que el tío, en el momento en que el coche de delante se empieza a mover, se pega a su culo y sin dar oportunidad a que se cierre la barrera, se cuela.

“¡Mira que listo!”, pienso. Seguimos el trayecto rozando los 180 km/h, conmigo agarrada con frenesí a la puerta y bandeando coches a un lado y a  otro para terminar colándose de nuevo por delante de los coches que salían de la autopista respetando las reglas. “Hala, porque yo lo valgo” vuelvo a pensar.

Llegando a mi calle le informo que debe seguir hasta la próxima porque el giro a la izquierda está prohibido y me dice “Si quieres giro por aquí, que a mí me da lo mismo” “No – le contesto- sigue a la próxima”. “De verdad, que a mi no me importa” –insiste- Y yo: “Qué no -ya bastante calentita, la verdad, y añado : Prefiero las cosas bien hechas”.

Sea porque cometiera un error gramatical al decírselo, sea porque le debió sonar muy raro –al fin y al cabo este país es como es- que alguien prefiriera cumplir las reglas, lo siguiente que hizo fue preguntarme que de dónde era. “Española”, le contesto. “Mira que bien –dice todo extrañado- y hablas griego y todo”. Sí –pienso yo- existe inteligencia fuera de Grecia, aunque te cueste creerlo.

En estas llegamos a mi calle y miro el taxímetro: 27,50 €. Tengo un billete de 50€, así que me tendrá que dar cambio. El tío se da la vuelta y me dice: 35€…. ME LO VEÍA VENIR. Yo, haciéndome la tonta le pregunto que a qué se debe la diferencia con el taxímetro y el energúmeno de él, en plan chulo, me contesta “y me lo preguntas (supongo que el hecho de saber griego me había hecho subir puntos en su baremo de inteligencia, y ahora estaba decepcionado) ¿es que no sabes que hay suplemento de aeropuerto?”. Le contesto que sí, que lo sé perfectamente, pero que también sé que no son 7,50€. Con un gesto de “estoy perdiendo la paciencia” me larga la tarjeta dónde están las tarifas y me dice “mira”. Puedo ver, muy claramente, que en la tarjeta pone: “suplemento aeropuerto: 3.77 €”. “Muy bien, contesto, y ¿el resto?”. Y me dice lo que estaba esperando oír desde hacía ya un rato: “el resto es el peaje”.

“¡Pero bueno! –le digo- ¡Pero si no lo has pagado!” y él: ¡¿Pero hemos pasado o no hemos pasado?!” “Pasar hemos pasado, pero si tú no lo pagas, no sé por qué lo tengo que pagar yo.” Me pone en la mano los 15 € de vuelta y me dice “eso no importa, el caso es que lo tienes que pagar” y acto seguido, se baja del coche y abre el maletero para sacar la maleta.

Barajo por un momento ponerme a armar el número en medio de la calle, pero como siempre, me arredra mi –aún- escaso vocabulario en insultos y el miedo a que no saque la maleta y se la lleve, así que me limito a quedarme en medio de la calle, repitiendo bien alto  la matrícula y haciendo gestos como si estuviera echando una maldición gitana, mientras el cabrón del “tarifas” -que es como llaman aquí a los taxistas- se marcha a timar a otro.

Ahora me explico porqué en un programa de “Madrileños por el Mundo” cuando a una de las invitadas le preguntaban qué echaba de menos de Madrid, respondió que los taxistas de allí (cuando todos sabemos que los de allí –los antiguos “pelas”, por seguir con la lexicología- no son tampoco un ejemplo para nadie)

Parada en medio de la calle y con la sangre hirviendo, no es que eche de menos a los taxistas de Madrid… ¡es que echo de menos hasta a Gallardón! (que ya son ganas de echar de menos). ¡Por los dioses del Olimpo! ¡Qué maravilloso país sería éste si no hubiera tanto listo!

(P.D. Los que viven aquí y saben lo que cuesta el peaje, se habrán dado cuenta de que el indeseable de él –mal rayo le parta- también se llevó puesta la propina.)